Lágrima de cera



Había un hombre inmóvil,
Cuya piel de fibra de vidrio estaba hecha
Y tenía como sangre cera.

Vivía a la vuelta de la cornisa,
Donde su morada era una tienda
De trajes de etiqueta.

Vestía siempre conforme a la moda
Usando por temporadas chaqués,
Fracs,
Y esmóquines de gala.

Dormía siempre en su escaparate,
Detrás de las vitrinas
Con vista a la calle.

Su vida era mostrarse solamente
Presumir de aquellos trajes,
Mostrando la elegancia
De acuerdo a su porte.

Su postura era la misma.
Piernas cruzadas,
Una mano en el bolsillo,
Y con la otra sujetando la solapa.

La gente pasaba desapercibida,
Los  interesados apenas daban un vistazo
Y pocos eran los que se asomaban
A tan siquiera probarse una vestimenta.

Eran así los días en aquél negocio;
Tanto movimiento en su banqueta,
Pero desolados sus pasillos;
Era entonces así la vida,
De aquel maniquí.

Ante el tedio de la rutina
Y el hastío de la monotonía,
Surgió lo que debió ser
La vida de ese sitio.

En un momento dado
Una señorita entró a laborar,
Convirtiéndose la encargada del lugar.

Jovencita era ella,
Con su cabello negro planchado,
Vistiendo de blusas,
 sus muslos con faldas adornando;
Delgada era su figura
Y su tez era fina y blanquizca.
Ella era lo más cercano a una muñequita.

Abría desde las 10 de la mañana,
Cerrando a las 8 de la noche.
Cuando arribaba una temporada,
Ella era la que disponía en cambiar
Del maniquí todo traje.

Diario era el cuidado que le daba,
Cepillando las telas que aquel postraba,
Impecable la forma en como lo dejaba,
Con los zapatos lustrados
Los pantalones aplanados
Y todo abrigo reluciente.

Lo que en un principio era un trabajo
Con el tiempo, aquella joven
Comenzó a mirar de distinta forma
A aquel ser inanimado.
Ya no solo era el maniquí en el escaparate;
Lo veía como el hombre que pretendía amarle.

Tal era el cariño que le tenía
Que aquello se reflejaba en la estancia.
Todo hombre quería mostrarse
Como el maniquí repleto de vida.

Suma atención le tenía,
Que ya no solo era el maniquí del escaparate,
Era ya el hombre que pretendía amarle.

Tanto que una noche,
Al ya marcharse el último cliente,
Cerrada ya la tienda,
Miró la joven desde el cajero, a lo lejos
La forma del maniquí admirando la calle.

Intrigada, se le acercó
Y de ser apuesto aquel objeto de  cerámica,
Aquella noche relucía más todavía,
Con la luz de las farolas
Iluminaban la figura del hombre sin vida.

Y así, con la misma intensidad de aquella lámpara,
Le nació desde las entrañas
Un afán por aquel modelo
Descolocándolo de su sitio
Lo reposó con sutileza en el suelo.

Despojó sus vestimentas con cautela,
Desde los zapatos, hasta la chaqueta.
Mirando su figura,
Destellaba arduamente su imagen
Con el acabado del barniz.

Sentía ella una pasión inusual;
Admirándole su complexión
Lentamente aquella muchacha sus ropas desprendió;
Sus tacones descalzó,
De la falda se libró,
Su blusa tenuemente se quitó.

Ella, con su ligero cuerpo lo envolvió,
Las pieles blancas friccionaban,
Las dermis febrilmente restregaban.
Noche y farola eran testigos
De dos muñecos enamorados.

No se sabe precisamente lo ocurrido,
Si fue un golpe de aire que irrumpió,
A lo que el pecho del maniquí golpeó
O bien, era aquello que su corazón latió.

Empero, era la primera vez que un azote sentía,
La primera vez que apreció el calor,
La primera vez que otro paisaje veía,
La primera vez que conoció el amor.

Aún era de noche,
Aun las farolas no dormitaban;
Ambos recostados mirando al techo,
El observando fijo el tejado,
Ella con una mano sobre su pecho.

 De nuevo, no se sabe precisamente lo ocurrido.
Tal vez fue la culpa,
Tal vez fue el miedo, no se sabe,
Pero miró largo tiempo a su amante,
Y quizá era el sueño,
Quizá el largo periodo que lo avistó,
Pero divisó su rostro, y mantenía una sonrisa más marcada.

La joven se vistió,
Lo mismo hizo con aquel.
Lo plantó de nueva cuenta en su estante,
De la misma forma como lo encontró;
Piernas cruzadas,
Una mano en el bolsillo
Y con la otra sujetando la solapa.

Antes de marcharse a su casa,
Lo miró por última vez.
Lo miró como quien se despide de su amante,
Como quién dice adiós a quien compartió un instante.
Así,
Así con esa tristeza, la tienda cerró.

Después de unas horas,
Ella al local regresó;
Pretendía tan solo abrir aquella puerta
Y comenzar como siempre su jornada;
Mas grave sorpresa la que se encontró.

Más allá del bulevar,
Cruzando la avenida
Se encontraba aquel detrás del ventanal,
Con la mirada hacia calle de frente,
Con los brazos extendidos por delante.

El corazón de ella se estremeció,
Sabía ella la pose en que lo dejó;
Aquel maniquí no era objeto,
Aquel maniquí sentía.

Tras el horror, no tuvo más opción que renunciar,
Escapó a toda prisa por la rambla
Y aquel maniquí la miró.

Todavía en un lapso,
Mantenía la misma posición;
Pese a los esfuerzos de tenerlo
De una forma determinada,
Aun se le encontraba cada día
Con ese gesto de ilusión.

Ella nunca más por la tienda rondó,
Aquel maniquí, de la muñequita del cabello negro planchado,
Con su blusa de costumbre,
Su falda que sus muslos enfundaba,
Y su delgada figura
Nunca más a encontrarla volvió.

A lo que un día, una nueva pose tomó,
Se le encontraba con la cabeza decaída,
El lustre de su barniz perdido
Y sus manos tomándose el corazón.

 Tras ya no transmitir nada,
Mas que tristeza y lástima,
Se optó dar dictamen a su destino
Y aquello, era arrojarlo al tiradero.

Cayó tan lento como sus ilusiones,
Y como era de frágil materia
Rompió de pedazos en millones.
Solo de él, su rostro queda,
Revelando en su ojo,
Una lágrima de cera.

J.G.A
Martes
26/02/2019

08:41P.M.

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