Era una noche de Marzo
Fecha en que renacían las estrellas
y reinaba el silencio.
Calladas las calles y las banquetas;
Hablaba solamente el ámbar de las farolas,
Y en contraste, una luna azul
se alzaba majestuosa por el este.
De imprevisto, ruido.
Dos labios tronándose,
Piel y mano lijándose,
Torsos y brazos encadenándose;
Luego, ojos cerraron
Y reinaba el silencio.
Al abrirlos, oscuridad y nada más.
Nada indicaba donde comenzaba el vacío
Y culminaba la negrura;
De pronto, a lo lejos
Iluminaron dos lumbres.
A distancia parecía mirada de mujer,
Mas era incierto.
No fue hasta que de súbito
Filtró una luz turquesa,
A través de un lucernario;
Que con alma nocturna
Comenzó a dar claridad a una figura
En un lecho reposada.
Acariciaba aquel resplandor ese cuerpo
Como si lo desnudara.
Lento comenzó a rozar unos pies, unos muslos;
Revelaba una cadera, un abdomen;
Con su uña logró tocar unos senos y un cuello.
Y ese fue el límite donde comenzaba el vacío
Y culminaba la negrura.
Sus lumbres no extinguían,
Y parecía que al paso de mi cercanía,
Aquellas, mayor fulgor tomaban;
De modo que al estar conjunto a ella,
Lo que eran sus llamas
Resultaron ser dos veladoras.
Ahí me encontraba,
A un costado de su imagen azulada.
Miré su complexión y me dije:
—¿Y si yo fuera esa luz?
Daba sensación de tener ella fría carne.
Con el resplandor de mi tacto
Palpé su dermis. Tibieza.
Estremeció su forma,
Contrajo articulaciones.
Se movía. Estaba viva.
Me volví esa luz tentando completo su talle.
Mas yo no sabía que en realidad
Embalsamaba un cuerpo.
Maquillé con afán
Cada extremidad suya;
Acicalé con esmero
Toda fracción de su hechura;
Dispuse gran parte
En otorgar mi existencia,
En el trazo pasional
A lo largo de su figura.
¿No es eso el amor?
El misterio en que no se sabe
Donde culmina la vida
E inicia la muerte.
Algo dentro de mí repicó.
De pronto, a lo lejos
Se escuchó una campana,
Sonido que se confunde con el llanto
O con una carcajada.
Al notarlo, desvié mi vista
Hacia el sonoro eco del metal.
Insólito suceso, No me hallaba más
En el cuarto sombrío.
Me situaba entonces
En lóbrega catedral,
Al pie del altar.
Miré a mi diestra
Hallándome magistral
La misma luna color turquesa,
Emanando su luminiscencia
A través del ventanal.
Mostraba con su destello
El deshabitado monasterio.
Lúgubre sitio, entorno silente.
Era una noche de Enero,
Fecha en que dormían los luceros
Y era el más frío de los inviernos.
Reinaba el silencio…
Sin embargo, sin previo aviso
En el sagrario emergió
Una silueta macabra.
Con una mano apuntó
Hacia el otro extremo.
¡Azotaron los portones!
Mi vista exaltada
Vislumbró a la lejanía
Turbia sombra.
Los dedos de la luz
No llegaban a distinguir
La imagen oscura
Detenida en el umbral.
Pausadamente comenzó a caminar.
Golpeteo de tacones
Hacían eco en todo el lugar.
Se acercaba por el pasillo
Lento, muy lento.
El pecho agitado,
El alma ansiosa;
Las manos temblorosas,
La respiración entrecortada;
Y yo esperaba en el altar.
Y se presentó ante la claridad
Tacones color ónix;
A pecho descubierto
Un vestido azul de tonalidad única,
Indescriptible.
Podía ser celeste,
Podía ser índigo;
Con el cambio de luces
Podían ser todos los azules existentes;
Los vivos de su atuendo eran de la noche;
Y en su rostro cubrían sus ojos
Un velo ligero, de color negro,
Que dejaba percibir
Sus dos veladoras.
Y ahí estábamos.
Donde Dios aguarda
En unir dos almas;
Donde la soledad termina,
En la consagración de los corazones
En el ara.
Ahí, ahí estábamos.
Tomadas estaban ya nuestras manos
Y fijadas nuestras miradas en ambos.
El sacerdote lúgubre no dijo palabra alguna,
Yo solamente clamé: acepto.
Ella en silencio, muda
Y al querer desprenderle
La mantilla oscura,
Para así sellar con un beso
La fiesta matrimonial.
Una lágrima de cera.
Derritió de su lagrimal.
Se desprendió de mis manos
Y corrió por el pasadizo sacro.
Yo fui tras de ella y corría, corría;
pero al tiempo que la perseguía,
Era mayor su distancia de la mía.
Me dije entonces: ¡utopía!
Mi mundo y mi sueño a la lejanía.
Perplejo por lo sucedido,
No pude más que detenerme
Mirando dolido a mi amada
Escaparse entre la noche.
Al instante que llegó a los portales,
Desapareció su silueta,
Convirtiendo su persona
En miles mariposas morpho.
Con la agonía que se sufre
Tras una pérdida vivida,
Caí de rodillas padeciendo desconsuelo.
Reconocí entonces
que no es el amor que duele,
es la desilusión que rasga y hiere.
“Esto no debió ser así”—pensaba.
Era destino ser yo su hombre
Y ella mi mujer, mi amada.
Era nuestro hado
El amor sin fin,
la infinita carcajada.
¡Mentira!
La lágrima estaba destinada.
Enjugábame las lágrimas
Del mortuorio pesar;
Y al ver el suelo
Noté fina tela oscura;
era de ella su negro velo.
Lo guardé como quien
Se aferra de alguien su presencia;
Lo guardé muy cerca del pecho.
Al ponerme de pie
Y querer dar marcha,
Observé que las paredes latían
Como al son de una campana;
De Pulso taciturno,
De luctuoso vibrar.
Tarde me di cuenta
Que aquello que vivía,
Era entonces un triste soñar.
Era entonces mi corazón
esa turbia iglesia
con su estrépito sonar,
y ese sonar eran los latidos
que anunciaban anhelado casorio.
Tal anhelado casorio estaba predicho
Desde una noche de Marzo
Que renacieron estrellas,
Porque desde entonces
En mí no había luminosidad.
Tanto así que figuré una luz,
Y plasmé en esa mujer una luna azul,
Siendo esta luna azul que iluminara
A través de un vitral el nocturno,
El nocturno lado de mi corazón.
Ese,
Ese era mi sueño.
Una mujer
Una boda
La felicidad.
De pronto, una mano
Tocó mi hombro derecho.
Alarmado, torné mi vista
Y era aquella sombra macabra
Que surgió en el altar.
Se hizo a un lado
Y al fondo me mostró un ataúd
Levantado sobre un pedestal.
Repleto de veladoras
El sagrario y el retablo.
Horrorizado le pregunté
A aquel siniestro ente:
¿A quién pertenecía
ese cuerpo presente?
Solamente me mostró
Martillo y diez clavos
Y me dijo estricto:
—por cada clavo que incrustes
Dirás recuerdo.
Y yo ya sabía claramente
A quien correspondía,
Aquel cuerpo inerte.
Si yo mismo lo preparé,
Si yo mismo maquillé con afán
Cada extremidad suya,
Y acicalé con esmero
Toda fracción de su hechura.
¡Yo tracé ese cuerpo!
¡lo reconocí!
¡Yo!
¿No es eso el amor?
El misterio en que no se sabe
Donde culmina la vida
E inicia la muerte.
Con alma estremecida,
Di comienzo a fijar esa caja.
Al posicionarme y querer incrustar
La primera escarpia,
Sentí detrás de mí
Una presencia fantasmal.
Por terror no me atreví
A ver su semblante.
Entonaron en voces un himno sepulcral;
Aquellos eran un coro espectral .
Y al dar el primer azote a la madera
Al unísono aquellas voces entonaron
¡recuerdo!
Cruel impacto y horrísono estruendo
Y comprendí entonces que aquello era
La ceremonia de una misa exequial;
El rito de la despedida fatal.
¡Aquí dos almas!
y trabé dos clavos
¡Recuerdo!
¡Recuerdo!
¡Aquí mi ilusión,
Mi esperanza
Y un ayer!
¡Recuerdo!
¡Recuerdo!
¡Recuerdo!
Aquí un amor,
Una promesa,
Una lágrima.
¡Adiós!
¡Recuerdo!
¡Recuerdo!
¡Recuerdo!
¡Recuerdo!
Al concluir
Me separé de ese féretro
Y con ello el inicio del sepelio.
Vi solamente como caía el amor,
Perdiéndose en las sombras de la ausencia
por siempre.
Era una noche de Enero.
Fecha en que dormían los luceros,
Y era el más frío de los inviernos…
Reinó el silencio.
Desperté abrupto
Y busqué entre mi cuarto
Alguna luz,
Alguna sombra;
Nada.
Mas que al intentar
Recobrar el sueño,
Sentí en mi pecho
La caricia de una tela…
Era un velo negro.
Desde entonces
Es mi corazón un velorio.
Por las noches,
Clavos y martillos
Azotan un ataúd;
Fantasmas vocalizan
El himno de un pasado;
Y a lo lejos se escucha una campana,
Retornándome a ese sueño.
Sueño que jamás se cumplió.
A lo lejos se escucha una campana…
Jueves
02/01/2020
10:20P.M.
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