Nocturno. A Erika

Era una noche de Marzo

Fecha en que renacían las estrellas

y reinaba el silencio.

Calladas las calles y las banquetas;

Hablaba solamente el ámbar de las farolas,

Y en contraste, una luna azul

 se alzaba majestuosa por el este.


De imprevisto, ruido.

Dos labios tronándose,

Piel y mano lijándose,

Torsos y brazos encadenándose;

Luego, ojos cerraron

Y reinaba el silencio.


Al abrirlos, oscuridad y nada más.

Nada indicaba donde comenzaba el vacío

Y culminaba la negrura;

De pronto, a lo lejos

Iluminaron dos lumbres.


A distancia parecía mirada de mujer,

Mas era incierto.

No fue hasta que de súbito

Filtró una luz turquesa,

A través de un lucernario;

Que con alma nocturna

Comenzó a dar claridad a una figura

En un lecho reposada.


Acariciaba aquel resplandor ese cuerpo

Como si lo desnudara.

Lento comenzó a rozar unos pies, unos muslos;

Revelaba una cadera, un abdomen;

Con su uña logró tocar unos senos y un cuello.

Y ese fue el límite donde comenzaba el vacío

Y culminaba la negrura.


Sus lumbres no extinguían,

Y parecía que al paso de mi cercanía,

Aquellas, mayor fulgor tomaban;

De modo que al estar conjunto a ella,

Lo que eran sus llamas 

Resultaron ser dos veladoras.


 Ahí me encontraba,

A un costado de su imagen azulada.

Miré su complexión y me dije:

—¿Y si yo fuera esa luz?

Daba sensación de tener ella fría carne.

Con el resplandor de mi tacto

Palpé su dermis. Tibieza.

Estremeció su forma,

Contrajo articulaciones.

Se movía. Estaba viva.


Me volví esa luz tentando completo su talle. 

Mas yo no sabía que en realidad

Embalsamaba un cuerpo. 

Maquillé con afán 

Cada extremidad suya;

Acicalé con esmero

Toda fracción de su hechura;

Dispuse gran  parte

En otorgar mi existencia,

En el trazo pasional

A lo largo de su figura.


¿No es eso el amor?

El misterio en que no se sabe

Donde culmina la vida

E inicia la muerte.


Algo dentro de mí repicó.

De pronto, a lo lejos 

Se escuchó una campana,

Sonido que se confunde con el llanto

O con una carcajada.


Al notarlo, desvié mi vista

Hacia el sonoro eco del metal.

Insólito suceso, No me hallaba más

En el cuarto sombrío.

Me situaba entonces

En lóbrega catedral,

Al pie del altar.


Miré a mi diestra

Hallándome magistral

La misma luna color turquesa,

Emanando su luminiscencia

A través del ventanal.


Mostraba con su destello

El deshabitado monasterio.

Lúgubre sitio, entorno silente.

Era una noche de Enero,

Fecha en que dormían los luceros

Y era el más frío de los inviernos.


Reinaba el silencio…


Sin embargo, sin previo aviso

En el sagrario emergió

Una silueta macabra.

Con una mano apuntó 

Hacia el otro extremo.


¡Azotaron los portones!

Mi vista exaltada

Vislumbró a la lejanía

Turbia sombra.


Los dedos de la luz

No llegaban a distinguir

La imagen oscura 

Detenida en el umbral.


Pausadamente comenzó a caminar.

 Golpeteo de tacones 

Hacían eco en todo el lugar.

Se acercaba por el pasillo 

Lento, muy lento.


El pecho agitado, 

El alma ansiosa;

Las manos temblorosas,

La respiración entrecortada;

Y yo esperaba en el altar.


Y se presentó ante la claridad

Tacones color ónix;

A pecho descubierto

Un vestido azul de tonalidad única,

Indescriptible.

Podía ser celeste,

Podía ser índigo; 

Con el cambio de luces

Podían ser todos los azules existentes;

Los vivos de su atuendo eran de la noche;

Y en su rostro cubrían sus ojos

Un velo ligero, de color negro,

Que dejaba percibir 

Sus dos veladoras.


Y ahí estábamos.

Donde Dios aguarda

En unir dos almas;

Donde la soledad termina,

En la consagración de los corazones

En el ara.


Ahí, ahí estábamos.


Tomadas estaban ya nuestras manos

Y fijadas nuestras miradas en ambos.

El sacerdote lúgubre no dijo palabra alguna,

Yo solamente clamé: acepto.

Ella en silencio, muda


Y al querer desprenderle 

La mantilla oscura,

Para así sellar con un  beso

 La fiesta matrimonial.

Una lágrima de cera.

Derritió de su lagrimal.


Se desprendió de mis manos

Y corrió por el pasadizo sacro.

Yo fui tras de ella y corría, corría;

pero al tiempo que la perseguía,

Era mayor su distancia de la mía.

Me dije entonces: ¡utopía!

Mi mundo y mi sueño a la lejanía.


Perplejo por lo sucedido,

No pude más que detenerme

 Mirando dolido a mi amada

Escaparse entre la noche. 

Al instante que llegó a los portales,

Desapareció su silueta,

Convirtiendo su persona

  En miles mariposas morpho.


Con la agonía que se sufre 

Tras una pérdida vivida,

Caí de rodillas padeciendo desconsuelo.

Reconocí entonces 

que no es el amor que duele,

es la desilusión que rasga y hiere.


“Esto no debió ser así”—pensaba.

Era destino ser yo su hombre

Y ella mi mujer, mi amada.

Era nuestro hado

El amor sin fin, 

la infinita carcajada.


¡Mentira! 

La lágrima estaba destinada.  


Enjugábame las lágrimas  

Del mortuorio pesar;

Y al ver el suelo

Noté fina tela oscura;

 era de ella su negro velo.

Lo guardé como quien

Se aferra de alguien su presencia;

Lo guardé muy cerca del pecho.


Al ponerme de pie 

Y querer dar marcha,

Observé que las paredes latían

Como al son de una campana;

De Pulso taciturno,

De luctuoso vibrar.


Tarde me di cuenta

Que aquello que vivía,

Era entonces un triste soñar.


Era entonces mi corazón

esa turbia iglesia

con su estrépito sonar,

y ese sonar eran los latidos

que anunciaban anhelado casorio.

Tal anhelado casorio estaba predicho

Desde una noche de Marzo

Que renacieron estrellas,

Porque desde entonces 

En mí no había luminosidad.

Tanto así que figuré una luz,

Y plasmé en esa mujer  una luna azul,

Siendo esta luna azul que iluminara

A través de un vitral el nocturno, 

El nocturno lado de mi corazón.


Ese,

Ese era mi sueño. 

Una mujer

Una boda

La felicidad.


De pronto, una mano

Tocó mi hombro derecho.

Alarmado, torné mi vista

Y era aquella sombra macabra

Que surgió en el altar.


Se hizo a un lado

Y al fondo me mostró un ataúd

Levantado sobre un pedestal. 


Repleto de veladoras

El sagrario y el retablo.

Horrorizado le pregunté

A aquel siniestro ente:

¿A quién pertenecía

ese cuerpo  presente?


Solamente me mostró

Martillo y diez clavos

Y me dijo estricto:

—por cada clavo que incrustes

Dirás recuerdo.


Y yo ya sabía claramente

A quien correspondía,

Aquel cuerpo inerte.

Si yo mismo lo preparé,

Si yo mismo maquillé con afán 

Cada extremidad suya,

 Y acicalé con esmero

Toda fracción de su hechura.

¡Yo tracé ese cuerpo!

¡lo reconocí!

¡Yo! 


¿No es eso el amor?

El misterio en que no se sabe

Donde culmina la vida

E inicia la muerte.


Con alma estremecida,

Di comienzo a fijar esa caja.

Al posicionarme y querer incrustar

La primera escarpia, 

Sentí detrás de mí

Una presencia fantasmal.

Por terror no  me atreví

A ver su semblante.

Entonaron en voces un himno sepulcral; 

Aquellos eran un coro espectral .


Y al dar el primer azote a la madera

Al unísono aquellas voces entonaron

¡recuerdo!

Cruel impacto y horrísono estruendo

Y comprendí entonces que aquello era

La ceremonia de una misa exequial;

El rito de la despedida fatal. 


¡Aquí dos almas!

y trabé dos clavos

¡Recuerdo!

¡Recuerdo!


¡Aquí mi ilusión,

Mi esperanza 

Y un ayer!

¡Recuerdo!

¡Recuerdo!

¡Recuerdo!


Aquí un amor,

Una promesa,

Una lágrima. 

¡Adiós!

¡Recuerdo!

¡Recuerdo!

¡Recuerdo!

¡Recuerdo!


Al concluir 

Me separé de ese féretro

Y con ello el inicio del sepelio. 

 Vi solamente como caía el amor,

Perdiéndose en las sombras de la ausencia 

por siempre. 


Era una noche de Enero.

Fecha en que dormían los luceros,

Y era el más frío de los inviernos…


Reinó el silencio.


Desperté abrupto 

Y busqué entre mi cuarto

Alguna luz,

Alguna sombra;

Nada.

Mas que al intentar

Recobrar el sueño,

Sentí en mi pecho

La caricia de una tela…

Era un velo negro.


Desde entonces 

Es mi corazón un velorio.

Por las noches, 

Clavos y martillos 

Azotan un ataúd;

Fantasmas vocalizan

El himno de un pasado;

Y a lo lejos se escucha una campana,

Retornándome a ese sueño.

Sueño que jamás se cumplió.


A lo lejos se escucha una campana…   




Jueves

02/01/2020

10:20P.M.






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